Un emperador que fue una vez el descendiente de un dios acaba de entregar el Trono del Crisantemo a su hijo. Con la abdicación de Akihito, la primera en 200 años, Japón entra en una nueva era, porque pasa del periodo Heisei (paz) al Reiwa (armonía).
El nuevo emperador Naruhito, nació en 1960, en un Estado que resurgía de sus cenizas para convertirse en una potencia económica mundial. Los problemas a los que se enfrenta ahora el país asiático —anémicas cifras de crecimiento, la necesidad de acoger inmigrantes para dinamizar la economía y la sociedad, las tensiones militares en Asia, el ascendente nacionalismo— son muy diferentes a los que vivió durante el reinado de su padre.
Akihito subió al trono en 1989 y su reinado estuvo caracterizado por el milagro económico, pero también por los desastres naturales y por los ataques terroristas con gas sarín en el metro de Tokio en 1995. Marcado siempre por el peso de la historia, su obsesión fue romper con el pasado militarista y viajó con un mensaje de paz por los países asiáticos que sufrieron los horrores de la ocupación japonesa.
El nuevo emperador Naruhito, pertenece a un mundo muy diferente al que conoció su padre. Como su propio país, el Trono del Crisantemo debe superar constantes tensiones entre tradición y modernidad. Es la dinastía más antigua del mundo y Akihito se acaba de convertir en el emperador número 126.
Pero la tradición puede ser también una losa: su esposa, Masako, sufrió una depresión por la presión de la vida palaciega, y su hija, Aiko, no podrá heredar el trono por ser mujer. La línea de sucesión pasará al hermano del emperador, Fumihito, y a su hijo Hisahito.
Su reinado quedará sin duda marcado por la voluntad del primer ministro, el conservador Shinzo Abe, de librar a Japón de la idea que ha marcado el país desde la posguerra: el pacifismo institucional.